sábado, 28 de febrero de 2015

Acumular cosas, dinero, quizá poder, de nada vale.

No es raro que se pongan demasiadas esperanzas de una vida plena y feliz en el hecho de la vieja máxima economicista de la acumulación. También Vila-Matas, echando mano de ejemplos del mundo del arte (literatura y cine en este caso), reflexiona sobre lo erróneo que esto puede ser.

Lo he llamado

Acumular cosas, dinero, quizá poder, de nada vale:

¡Oh vanidad de vanidades! Acumular cosas, dinero, quizá poder, de nada vale cuando cumplida ya una edad normalmente provecta, pero no necesariamente, puede ser antes, nos damos cuenta de la inutilidad de la vida y nos viene entonces ese deseo de volver a la infancia, donde es posible que fuésemos incautos, poco experimentados, tuviésemos poco, pero éramos felices. El trineo de ciudadano Kane, la juventud del Hemingway parisino: "En una crítica de cine que Borges hizo de Ciudadano Kane, encontré unas frases que me ayudaron a descubrir un nuevo punto débil de Hemingway. Decía Borges que en la película de Welles había por lo menos dos argumentos y que uno de ellos era de una imbecilidad casi banal, pues hablaba de que un millonario acumulaba estatuas, huertos, palacios, piletas de natación, vehículos, bibliotecas, hombres y mujeres, y acababa descubriendo que todas sus colecciones eran vanidad de vanidades y, al verse situado en el umbral de la Muerte, anhelaba un solo objeto del Universo: el pobre trineo con el que jugaba cuando era un niño pobre y feliz." (191)

Para mí, esto es triste, pero aun lo es más entender lo vano de la acumulación de todo tipo de cosas y de sentimientos, no ya en el umbral de la muerte, que el autor escribe con mayúscula, sino bastantes años antes.  Eso puede originar un estado de desesperación tal que explique el porqué de ponerse una escopeta de doble cañón en la sien y apretar el gatillo, como hizo el propio autor de El viejo y el mar, o Tener y no tener, allá en 1961 a escasos veinte días de cumplir 63 años.

“Como había empezado a leer el mundo midiéndolo por el rasero de Borges, me resultó imposible no mirar con cierta compasión a Hemingway, que había tenido una vida apasionante, había ganado el nobel y le había adorado o envidiado media humanidad y, sin embargo, al final de sus días, con la misma imbecilidad casi banal del ciudadano Kane, escribió en París era una fiesta que sentía nostalgia de los días de su juventud en París, de los días en que fue pobre y feliz. Y ya sólo le faltó decir que soñaba con un trineo.” (192)

Puesto que todos y cada uno de nosotros estamos solos ante la vida, condenadamente solos, lo cual no quiere decir que no tengamos familia, amigos y que no nos relacionemos; pero aun así, y como digo, definitivamente estamos solos, es altamente aconsejable aprender a estar bien con uno mismo. De no lograrlo, el día a día será muy duro, casi imposible de afrontar. Por eso, es importante la cita que nos recuerda el autor: “…según Erasmo, quien conoce el arte de estar consigo mismo nunca se aburre.” (196) En mi opinión, la cosa va más allá del simple aburrimiento. Por otro lado, se pregunta Vila-Matas (su personaje y álter ego) si es válida la inteligencia para escapar del tedio. Puesto que, como digo, considero que este tema va más allá del simple tedio, tampoco se trata de una cuestión de inteligencia. Quizá ésta pueda ayudar, pero no es una condición suficiente.

Pero, volviendo a Hemingway, y dando por hecho que es habitual que escritores triunfantes se recluyen al cabo de sus días y huyen del mundanal ruido, se pregunta Vila-Matas qué le sucedía exactamente al escritor americano. Él apunta que “…Hemingway se veía como excepción a la famosa regla de Thoreau de tener, como todos los hombres, que vivir una vida de serena desesperación: no pudo hacer frente a la tensión que la mayoría de los hombres padecen elegantemente, era demasiado parecido a un dios para que se esperara de él que tuviera que hacerle frente. (…)” (222) Ese vivir la vida con serena desesperación parece una condena divina, pero lo sea o no, es verdaderamente complicado de lograr. Es una buena metáfora, pero vivir la vida, y serena desesperación, son palabras difíciles de conciliar. En la misma página nos recuerda Vila-Matas una escena del cuento de Hemingway Un lugar limpio y bien iluminado: Dos camareros, uno mayor y otro más joven. El primero le dice al segundo que alguien (al final, matiza) trató de suicidarse la semana pasada porque estaba desesperado. Por qué, le pregunta el joven; Por nada, le contesta el otro. En este cuento se puede leer la siguiente oración: “Nada nuestra que estás en la nada, nada es tu nombre, tu reino nada, tú serás nada en la nada como en la nada.” (Ibíd.)

El domingo estuve en el entierro del padre de una compañera de trabajo. De nuevo me sorprende lo animadamente que se habla en estos casos entre los que allí están, familiares, amigos, antes y después de la inhumación, o de la cremación, como fue en este caso. Para el fallecido no queda nada tras la muerte, evidentemente. Lo expresa muy bien Vila-Matas, en palabras textuales de Margerite Duras “(…) después de la muerte no queda nada. Sólo los vivos que se sonríen, que se apoyan.” (223)  Es así, literalmente, los vivos, los que quedan allí tras el sepelio hablan, se sonríen, se apoyan…, es puro miedo a lo que acaba de ocurrir delante de sus propias narices.

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